Soy fan total de la reina de Inglaterra. Pero no por su, por otro lado, impecable papel como soberana, que, en este caso, me interesa menos, sino por su actitud ante la vida.
Por Carmen Posadas, Domingo, 19 de Diciembre de 2021. En XXLSEMANAL
En realidad, Isabel de Inglaterra es un diplodocus, un dinosaurio, la última de Filipinas, también lord Cardigan acometiendo contra toda esperanza (y/o sensatez) la carga de la Brigada Ligera. O, lo que es lo mismo, ha demostrado estar dispuesta a defender hasta el último de sus días los principios en los que cree y de modo especial uno que ha regido toda su larga vida: «do one’s duty», cumplir con su deber.
«No parece lógico que valores como honor o deber se truequen por conceptos vaporosos e imprecisos como ‘sostenibilidad’ o ‘solidaridad'»
Hace un par de meses, y a sus 95 años, rechazó el premio a la anciana del año alegando que «uno es tan mayor como se siente». Y lo hizo al mismo tiempo que aceptaba a regañadientes la recomendación de su médico de suspender un viaje a Irlanda del Norte por su delicado estado de salud. Desde el momento en que yo escribo estas líneas hasta que ustedes las leen, pasan dos semanas y cabe la posibilidad de que Isabel de Inglaterra haya tenido que cancelar todos sus compromisos terrenales para acudir (dicho esto en palabras de uno de sus autores favoritos, Somerset Maugham) a una cita ineludible con el más allá. Espero que no sea así y que se mejore pronto, pero de lo que no cabe la menor duda es de que ha decidido ejercer su función hasta el último de sus días.
Posiblemente inaugurar hospitales, departir con niños de primaria y visitar exposiciones agrarias a muchos no les parezca un trabajo. Menos aún pasearse en carroza, saludar con mano enguantada y fotografiarse junto a sus perritos corgi, pero tampoco ese es el punto de su personalidad que me interesa. De hecho, no soy monárquica, aunque reconozco que la institución es muy útil a la hora de proporcionar a una nación un referente, una cohesión y, sobre todo, ese halo entre místico y mítico que tanto gusta. Lo que hace que admire tanto a la reina Isabel es su ejemplo a la hora de cumplir con el cometido que le ha tocado en la vida. Obviamente, podía haber elegido renunciar a él y abdicar «por amor» como su frívolo y tontaina tío Eduardo VIII. O ponerse mustia y negarse a seguir las reglas del juego como Charlene de Mónaco o Meghan Markle. De haberlo hecho, muchos la habrían aplaudido porque hoy en día a la irresponsabilidad la llaman libertad, autenticidad, incluso valentía. Pero ella es de otra escuela. De la de los últimos de Filipinas, de la de lord Cardigan en Balaclava o de la del general Custer en Murieron con las botas puestas. Por eso, con casi cien años, sigue ahí defendiendo valores en los que ya nadie cree: honor, responsabilidad, deber, sacrificio… ¿A que su sola mención da alipori y suena a ultraderecha? Incluso da miedo aludir a ellos so pena de que la tachen a una de fascista. Y, sin embargo, estos conceptos no son de izquierdas ni de derechas. ¿O acaso no se puede ser socialista y responsable, comunista y honorable, ‘gauchista’ y sacrificado? Yo no sé de dónde viene este desdén por cualidades que han sido tan útiles a la hora de crear una sociedad y concitar cohesión. Es lógico que cada época reinterprete valores o incluso prescinda de los que se han quedado anticuados. Lo que ya no parece tan lógico es que se desprecie los anteriores sin tomarse la molestia de sustituirlos por otros. O que se truequen por conceptos como ‘sostenibilidad’, ‘solidaridad’ o ‘autenticidad’, que no solo son vaporosos e imprecisos, sino que suelen utilizarse para invocar, más que una responsabilidad individual, un desiderátum colectivo, es decir, puro blablá. Por eso yo, entre tanto palabro hueco y tanta virtud posmoderna, me quedo con la reina de Inglaterra y su «do one’s duty». No me gustan las carrozas, me parecen ridículos los corgi y jamás se me ocurriría usar guantes para estrechar la mano de nadie, pero pienso que cuando ella muera morirá también la última representante destacada de esa virtud que ella convirtió en lema de su vida. El concepto ‘deber’ es una antigualla más grande que un diplodocus, una batalla más irremediablemente perdida que Balaclava y una virtud tan pretérita como el general Custer, pero, entre otras cosas, hacía que la gente, en momentos difíciles e inciertos como el actual, en vez de mesarse los cabellos y echar la culpa a otro se preguntara: «¿Qué se espera de mí?». Y también: «¿Qué puedo hacer para arrimar el hombro?».