BUENOS AIRES es un suburbio de la ciudad de México, y viceversa. Lo mismo para Santiago, La Paz o San José. Somos una civilización y no me había enterado.
Por Álvaro Enrigue, diciembre de 2021 en LA TRASATLÁNTICA
Yo adelanté el viaje, así que cuando llegó mi hijo me encontró aclimatado al vértigo del hemisferio sur, al terror a tropezarse, caerse para arriba y seguirse. Fuimos a comer milanesas a la cooperativa de un club de fútbol, por supuesto. Luego dimos un paseo errático de vuelta a la casa que nos prestó el pintor Juan José Cambre en Palermo -los viajeros cursis siempre derivamos hacia Palermo porque era el barrio de Borges, el cardenal de la afectación latinoamericana-.
Mi hijo agobiado por sus 16 años, por la noche de perros en el avión, por el verano de plomo a fines de diciembre, pero sobre todo, por la idea de una ciudad tan señora de sí misma tan en casa de la chingada, dijo -ya teóricamente porteño-: «Postulo que Buenos Aires no existe».Hay algo de certero en su escándalo. Algo que expresa la inmensidad de eso que José Martí, otro santo de la cursilería regional, llamó «nuestra América». Si uno se monta en un coche y conduce en Europa las nueve horas que separan a la ciudad de México de Buenos Aires por avión, ya se habla otra lengua.
No se trata de producir el tañido idiota de la campana de la hispanidad. Nuestro monolingüismo ha costado demasiadas vidas, demasiadas formas de sabiduría y demasiados ecosistemas. Y el imperio era poroso y disparejo. La Nueva España -la joya de la corona-, era en 1809 todavía mayormente un país no-conquistado: la mitad de Yucatán, los llanos infinitos que se abren como un diamante pasando Durango y llegan hasta Colorado, estaban apenas salpicados de villas fortificadas. Hay que sumarle la dificultad del istmo centroamericano, las masas impenetrables de la Amazonía hispana, la deriva del Paraná, los Andes inimaginables. El imperio fue, sobre todo, una figura retórica.
El postulado «Buenos Aires no existe» -mi hijo no sabía que estaba citando al ingrato de Marcel Duchamp, que evitó aquí la conscripción en 1918 y dijo lo mismo pero con la leche podrida- revela su impaciencia ante la idea de un viaje circular. Buenos Aires es un suburbio de la ciudad de México, la ciudad de México es un suburbio de Buenos Aires. Y lo mismo para Santiago, La Paz o San José. No es meritorio, pero tampoco deja de imponer: Somos una civilización y no me había enterado.
Tampoco hay que hacerse ilusiones. ‘Latinoamérica’ es un término acuñado en París para justificar el imperialismo francés. No se generalizó hasta que el bloque de países al sur del río Bravo -el más cuantioso en votos durante la fundación de Naciones Unidas-, resultó útil para los intereses de Estados Unidos. Los mejores entre nosotros -Reyes, Henríquez Ureña, Mariátegui-, abominaron el término. De todos los exhaustivos análisis sobre el nombre de la región, el más penetrante es el de Mauricio Tenorio-Trillo en ‘Latin America: The Allure of an Idea’; propone que el peor de los infinitos problemas de América Latina es que se llame ‘América Latina’. Y tampoco es que nuestra civilización haya triunfado: lo que caracteriza a los latinoamericanos es que no quieren vivir en Latinoamérica -«los pliegues en la falda de estiércol», decía Lamborghini-. Pero ahí está y va a seguir.