Domingo después de Pentecostés
Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él1, respondió Jesús en la Última Cena a uno de sus discípulos que le había preguntado por qué se habría de manifestar a ellos y no al mundo, como los judíos de aquel tiempo pensaban de la aparición del Mesías. El Señor revela que no solo Él, sino la misma Trinidad Beatísima, estaría presente en el alma de quienes le aman, como en un templo2. Esta revelación constituye «la sustancia del Nuevo Testamento»3, la esencia de sus enseñanzas.
Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo– habita en nuestra alma en gracia no solo con una presencia de inmensidad, como se encuentra en todas las cosas, sino de un modo especial, mediante la gracia santificante4. Esta nueva presencia llena de amor y de gozo inefable al alma que va por caminos de santidad. Y es ahí, en el centro del alma, donde debemos acostumbrarnos a buscar a Dios en las situaciones más diversas de la vida: en la calle, en el trabajo, en el deporte, mientras descansamos… «Oh, pues, alma hermosísima –exclamaba San Juan de la Cruz– que tanto deseas saber el lugar donde está tu Amado para buscarle y mirarte con él, ya se te dice que tú misma eres el aposento donde él mora y el lugar y escondrijo donde está escondido; que es cosa de gran contentamiento y alegría para ti ver que todo tu bien y esperanza está tan cerca de ti que esté en ti o, por mejor decir, tú no puedes estar sin él. Cata –dice el Esposo– que el reino de Dios está dentro de vosotros (Lc 17, 21); y su siervo el Apóstol San Pablo: Vosotros -dice- sois templos de Dios (2 Cor 6, 16)»5.
Esta dicha de la presencia de la Trinidad Beatísima en el alma no está destinada solo para personas extraordinarias, con carismas o cualidades excepcionales, sino también para el cristiano corriente, llamado a la santidad en medio de sus quehaceres profesionales y que desea amar a Dios con todo su ser, aunque, como señala Santa Teresa de Jesús, «hay muchas almas que están en la ronda del castillo (del alma), que es adonde están los que le guardan, y no se les da nada entrar dentro, ni saben qué hay en aquel tan precioso lugar, ni quién está dentro…»6. En ese «precioso lugar», en el alma que resplandece por la gracia, está Dios con nosotros: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Esta presencia, que los teólogos llaman inhabitación, solo difiere por su condición del estado de bienaventuranza de quienes ya gozan de la felicidad eterna en el Cielo7. Y aunque es propia de las Tres divinas Personas, se atribuye al Espíritu Santo, pues la obra de la santificación es propia del Amor.
Esta revelación que Dios hizo a los hombres, como en confidencia amorosa, admiró desde el principio a los cristianos, y llenó sus corazones de paz y de gozo sobrenatural. Cuando estamos bien asentados en esta realidad sobrenatural –Dios, Uno y Trino, habita en mí– convertimos la vida –con sus contrariedades, e incluso a través de ellas– en un anticipo del Cielo: es como meternos en la intimidad de Dios y conocer y amar la vida divina, de la que nos hacemos partícipes. ¡Océano sin fondo de la vida divina! // Me he llegado a tus márgenes con un ansia de fe. // Di, ¿qué tiene tu abismo que a tal punto fascina? // ¡Océano sin fondo de la vida divina! // Me atrajeron tus ondas… ¡y ya he perdido pie!8.
- II. El cristiano comienza su vida en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y en este mismo Nombre se despide de este mundo para encontrar en la plenitud de la visión en el Cielo a estas divinas Personas, a quienes ha procurado tratar aquí en la tierra. Un solo Dios y Tres divinas Personas: esta es nuestra profesión de fe, la que los Apóstoles recogieron de labios de Jesús y transmitieron, la que creyeron desde el primer momento todos los cristianos, la que el Magisterio de la Iglesia ha enseñado siempre. Los cristianos de todos los tiempos, en la medida en que avanzaban en su caminar hacia Dios, han sentido la necesidad de meditar esta verdad primera de nuestra fe y de tratar a cada una de Ellas. Santa Teresa de Jesús nos cuenta en suVidacómo meditando precisamente una de las más antiguas reglas de fe sobre el misterio trinitario –el llamado Símbolo Atanasiano o Quicumque– recibió especiales gracias para penetrar en esta maravillosa realidad. «Estando una vez rezando el Quicumque vult -escribe la Santa-, se me dio a entender la manera cómo era un solo Dios y tres Personas tan claro, que yo me espanté y me consolé mucho. Hízome grandísimo provecho para conocer más la grandeza de Dios y sus maravillas, y para cuando o pienso o se trata de la Santísima Trinidad, parece entiendo cómo puede ser, y esme mucho contento»9.
Toda la vida sobrenatural del cristiano se orienta a ese conocimiento y trato íntimo con la Trinidad, que viene a ser «el fruto y el fin de toda nuestra vida»10. Para este fin hemos sido creados y elevados al orden sobrenatural: para Conocer, tratar y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo, que habitan en el alma en gracia. De estas divinas Personas, el cristiano llega a tener en esta vida «un conocimiento experimental» que, lejos de ser una cosa extraordinaria, está dentro de la vía normal de la santidad11. Santidad a la que es llamada la madre de familia que apenas tiene tiempo para atender y sacar adelante el hogar, el obrero que comienza su trabajo antes del amanecer, el enfermo al que no le permite hacer nada su enfermedad… Dios, en su amor infinito por cada alma, desea ardientemente darse a conocer de esa manera íntima y amorosa a quienes de verdad siguen tras las huellas de su Hijo.
En ese camino hacia la Trinidad, a la que deben conducir todos nuestros empeños, llevamos como Guía y Maestro al Espíritu Santo. Yo rogaré al Padre -había prometido el Señor, y su palabra no puede fallar- y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre: el Espíritu de la verdad, al que el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis porque permanece a vuestro lado y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, Yo volveré a vosotros12. En este vosotros nos incluimos, dichosamente, quienes hemos sido bautizados y, de modo particular, quienes queremos seguir a Jesús de cerca, desde el lugar y las circunstancias donde la vida nos ha situado. Es dulce meditar que este misterio inaccesible a la sola razón humana se hace luminoso con la luz de la fe y la ayuda del Espíritu Santo: a vosotros se os han dado a conocer los misterios del Reino de los Cielos13. Pidámosle hoy que nos guíe en ese camino lleno de luz.
III. A la vez que pedimos al Espíritu Santo un deseo grande de purificar el corazón, hemos de desear este encuentro íntimo con la Beatísima Trinidad, sin que nos detenga el que quizá cada vez vemos con más claridad nuestras flaquezas y nuestra tosquedad para con Dios. Cuenta Santa Teresa que al considerar la presencia de las Tres divinas Personas en su alma «estaba espantada de ver tanta majestad en cosa tan baja como es mi alma»; entonces, le dijo el Señor: «No es baja, hija, pues está hecha a mi imagen»14. Y la Santa quedó llena de consuelo. A nosotros nos puede hacer un gran bien considerar estas palabras como dirigidas a nosotros mismos, y nos animarán a proseguir en ese camino que acaba en Dios. También debemos tratar a quienes cada día encontramos y hablamos como poseedores de un alma inmortal, imagen de Dios, que son o pueden llegar a ser templos de Dios.
Sor Isabel de la Trinidad, recientemente beatificada, escribía a su hermana, al tener noticia del nacimiento y bautizo de su primera sobrina: «Me siento penetrada de respeto ante este pequeño santuario de la Santísima Trinidad… Si estuviese a su lado, me arrodillaría para adorar a Aquel que mora en ella»15.
La Iglesia nos recomienda alimentar la piedad con un sólido alimento, y por eso hemos de rezar o meditar esas reglas de fe y las oraciones compuestas para alabanza de la Trinidad: el Símbolo Atanasiano o Quicumque (que antiguamente los cristianos recitaban cada domingo después de la homilía, y que aún hoy muchos recitan y meditan en honor de la Santísima Trinidad), el Trisagio Angélico, especialmente en esta Solemnidad, el Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo… Cuando, con la ayuda de la gracia, aprendemos a penetrar en estas prácticas de devoción es como si volviéramos a oír las palabras del Señor: dichosos vuestros ojos, porque ven; y dichosos vuestros oídos, porque oyen: pues en verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver los que vosotros estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron16.
Terminamos este rato de oración repitiendo en nuestro corazón, con San Agustín: «Señor y Dios mío, mi única esperanza, óyeme para que no sucumba al desaliento y deje de buscarte. Que yo ansíe siempre ver tu rostro. Dame fuerzas para la búsqueda, Tú que hiciste que te encontrara y que me has dado esperanzas de un conocimiento más perfecto. Ante Ti está mi firmeza y mi debilidad: sana esta, conserva aquella. Ante Ti está mi ciencia y mi ignorancia: si me abres, recibe al que entra; si me cierras el postigo, abre al que llama. Haz que me acuerde de Ti, que te comprenda y te ame. Acrecienta en mí estos dones hasta mi reforma completa (…).
»Cuando arribemos a tu presencia, cesarán estas muchas cosas que ahora hablamos sin comprenderlas, y Tú permanecerás todo en todos, y entonces modularemos un cántico eterno, alabándote unánimemente, y hechos en Ti también nosotros una sola cosa»17.
La contemplación y la alabanza a la Trinidad Santa es la sustancia de nuestra vida sobrenatural, y ese es también nuestro fin: porque en el Cielo, junto a nuestra Madre Santa María –Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo: ¡más que Ella, solo Dios!18–, nuestra felicidad y nuestro gozo será una alabanza eterna al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.
1 Jn 14, 23. — 2 Cfr. 1 Cor 6, 19. — 3 Tertuliano, Contra Praxeas, 31. — 4 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 1, q. 43, a. 3. — 5 San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 1, 7. — 6 Santa Teresa, Moradas primeras, 5, 6. — 7 Cfr. León XIII, Enc. Divinum illud munus, 9-V-1897. — 8 Sor Cristina de Arteaga, Sembrad, Ed. Monasterio de Santa Paula, Sevilla 1982, LXXXV. — 9 Santa Teresa, Vida, 39, 25. — 10 Santo Tomás, Comentario al Libro IV de las Sentencias, 1, d. 2, q. 1, exord. — 11 Cfr. R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, 1, p, 118. — 12 Jn 14, 16-18. — 13 Mt 13, 11. — 14 Santa Teresa, Cuentas de conciencia, 41ª, 16-18. — 15 Sor Isabel de la Trinidad, Carta a su hermana Margarita, en Obras completas, p. 466. — 16 Mt 13, 16-17. — 17 San Agustín, Tratado sobre la Trinidad, 15, 28, 51. — 18 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 496.