No se entiende un católico sin Eucaristía y, especialmente, sin una participación plena en la Santa Misa. Entender y dar a conocer el valor infinito del sacrificio eucarístico es tarea de todos los cristianos, especialmente en la coyuntura actual y tras el ‘ayuno eucarístico obligado’ sufrido por la pandemia de coronavirus.
Por Maria José Atienza, 10 de octubre de 2021 en omnemag.com
“Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen”. Esta afirmación, que encontramos en la encíclica Ecclesia de Eucharistía, resume la centralidad del misterio eucarístico en la vida de la Iglesia y, en consecuencia, en la de cada uno de los cristianos.
La Eucaristía, y, por tanto, la Santa Misa, no son “una cosa más” o “algo bueno” que hacemos los cristianos, por ejemplo, cuando asistimos al sacrificio eucarístico. Somos cristianos porque Dios nos ha salvado, y cada celebración eucarística actualiza ese misterio de la salvación: vida, pasión, muerte y resurrección de Cristo. “Actualiza”, renueva, riega… cuando afirmamos que la Eucaristía vivifica la Iglesia estamos subrayando que su falta dejaría sin oxígeno la propia Iglesia.
Sin la Eucaristía, efectivamente, no podemos vivir porque la sencilla razón de que, sin ella, no podríamos vivir la vida cristiana. El Catecismo señala esta unidad indisoluble de manera inequívoca cuando afirma que “si los cristianos celebramos la Eucaristía desde los orígenes, y con una forma tal que, en su substancia, no ha cambiado a través de la gran diversidad de épocas y de liturgias, es porque nos sabemos sujetos al mandato del Señor, dado la víspera de su pasión: ‘Haced esto en memoria mía’”.
A través de la Eucaristía entramos en el misterio de Dios por la acción de gracias y alabanza al Padre, como memorial del sacrificio de Cristo y de su Cuerpo y como presencia de Cristo por el poder de su Palabra y de su Espíritu.
Sin la participación en la Santa Misa un católico no está completo. La acción caritativa, las buenas obras… etc., nacen de este mismo principio de amor divino del que el sacrificio de la cruz que se renueva en la misa constituye su más sublime ejemplo.
En efecto, Dios es amor, es caridad. La caridad es la naturaleza de Dios y la Eucaristía es sacramento de la caridad: “El don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre”. El Papa Francisco en su catequesis del 13 de diciembre de 2017 lo explicaba de modo similar: “¿Cómo podemos practicar el Evangelio sin sacar la energía necesaria para hacerlo, un domingo después de otro, en la fuente inagotable de la Eucaristía? No vamos a misa para dar algo a Dios, sino para recibir de Él aquello de lo que realmente tenemos necesidad”.
Toda la Iglesia –gloriosa, purgante y militante– está presente, y participa cada vez que se celebra el sacrificio eucarístico, así lo describe un converso, Scott Hahn, en su libro La cena del Cordero: “El cielo esta aquí. Lo hemos visto sin velo. La comunión de los santos está a nuestro alrededor con los ángeles en el monte Sión, cada vez que vamos a misa”, una descripción que se asemeja a la que podemos encontrar en el Catecismo cuando destaca que “la Iglesia ofrece el Sacrificio Eucarístico en comunión con la santísima Virgen María y haciendo memoria de ella, así como de todos los santos y santas”.
No se trata sólo de ir a misa
Para muchos fieles, asistir a la Santa Misa puede asemejarse a entrar en un museo de arte moderno en el que se desconocen las claves de interpretación. A veces ha pesado, en la formación cristiana, la insistencia en la obligatoriedad de ir a misa, así expresado: ir a misa, y no tanto en la necesidad del alimento espiritual que recibimos cada vez que asistimos al sacrifico del altar, muy especialmente, a través de la comunión sacramental y que es lo que, realmente, otorga la vida a nuestra fe.
En la misa tomamos un sustento indispensable que, si faltara, nos llevaría, de manera inexorable, a morimos de hambre espiritualmente. Al igual que nuestra condición humana nos “obliga” a alimentarnos para continuar viviendo, la participación en la vida de Cristo necesita ser alimentada con la comunión. En ningún momento como en la comunión “somos lo que comemos”, participamos de manera real en la naturaleza divina que se hace carne de nuestra carne: “La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el Bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la participación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: ‘Vosotros sois mis amigos’ (Jn 15, 14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: ‘el que me coma vivirá por mí’ (Jn 6, 57). En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo ‘estén’ el uno en el otro. (Ecclesia de Eucharistia, 22).
Ir a misa es entrar, física y espiritualmente en la historia de la salvación, uniendo nuestra historia personal, circunstancias coyunturales, anhelos y proyectos, a la vida y al corazón de Cristo. Participar en la misa requiere este convencimiento que, quizás en ocasiones, hemos olvidado resaltar.
Hacer de todo nuestro día una misa, como aconsejaba san Josemaría Escrivá, no será posible sin una participación activa en la liturgia eucarística. En este sentido, apunta Sacramentum Caritatis, esta participación no dará su fruto si “se asiste superficialmente, sin antes examinar la propia vida. Favorece dicha disposición interior, por ejemplo, el recogimiento y el silencio, al menos unos instantes antes de comenzar la liturgia, el ayuno y, cuando sea necesario, la confesión sacramental. Un corazón reconciliado con Dios permite la verdadera participación. En particular, es preciso persuadir a los fieles de que no puede haber una actuosa participatio en los santos Misterios si no se toma al mismo tiempo parte activa en la vida eclesial en su totalidad, la cual comprende también el compromiso misionero de llevar el amor de Cristo a la sociedad”.
Reconocer en la liturgia y en el misterio de la Santa Misa la historia de la Salvación es clave para valorar y situarla en el centro de la vida de todo cristiano.
Todos los católicos necesitamos una formación litúrgica y eucarística a través de la que acceder, comprender y aplicar todo aquello que se realiza, física y sacramentalmente en la celebración de la Santa Misa.
En los albores del tercer milenio san Juan Pablo II subrayaba la necesidad de “recuperar las motivaciones doctrinales profundas que son la base del precepto eclesial, para que todos los fieles vean muy claro el valor irrenunciable del domingo en la vida cristiana” (Dies Domini, 6).
La Eucaristía hace la Iglesia
Participar de modo pleno en la misa en la Iglesia presupone hacerlo en cuerpo y alma. Ésta es una de las principales razones por las que nunca puede ser equiparable participar en la celebración de la Eucaristía de manera “virtual”, aunque haya quienes por su condición física no puedan hacerlo de otro modo, que real. De hecho, la Iglesia ha previsto que quienes no pueden asistir a la celebración comunitaria de la Eucaristía puedan recibir la comunión sacramental en los lugares en los que se encuentren, ya sea por enfermedad o impedimento, ¿por qué? Porque, además de la comunidad que se hace presente en la celebración de la Santa Misa –el pueblo de Dios que se reúne y hace presente a Cristo entre ellos- la participación efectiva en la Iglesia se realiza de modo pleno a través de la comunión sacramental. Así lo recoge san Juan Pablo II en Ecclesia de Eucharistia, cuando señala el influjo causal de la Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia.
Ser católico implica pues, la participación sacramental: “La fe de la Iglesia es esencialmente fe eucarística y se alimenta de modo particular en la mesa de la Eucaristía. La fe y los sacramentos son dos aspectos complementarios de la vida eclesial. La fe que suscita el anuncio de la Palabra de Dios se alimenta y crece en el encuentro de gracia con el Señor resucitado que se produce en los sacramentos” (Sacramentum Caritatis,6).
“Ayuno eucarístico” de la pandemia
Millones de creyentes han vivido una situación inédita en los últimos meses: la imposibilidad de acercarse, de manera frecuente o incluso por meses, a los sacramentos y, en especial, a la celebración eucarística a causa de la pandemia de coronavirus.
Los católicos del mundo entero han experimentado, en su carne y en su fe, el cierre de templos y la prohibición de las reuniones. Han experimentado también la fragilidad humana, la enfermedad y, al mismo tiempo, la entrega de muchos sacerdotes, así como la tristeza de la muerte de no pocos presbíteros, religiosas y religiosos debido a la Covid19.
Por su parte, los sacerdotes vivieron el hecho, insólito, de celebrar la Eucaristía completamente solos, en capillas y parroquias vacías sin más compañía, en muchos momentos, que las de un dispositivo móvil a través del que se han retransmitido millones de celebraciones.
La pandemia, no podemos olvidarlo, ha sido una ocasión para agudizar la creatividad de la fe en muchas de nuestras comunidades: la tecnología ha ayudado a la oración personal y comunitaria y también a participar, de modo limitado, en las celebraciones de la Santa Misa.
No son pocas las personas para las que esos momentos han supuesto un camino de encuentro con el Señor y el redescubrimiento del valor de la comunidad de fieles en la que todos, siguiendo cada uno su vocación específica, nos desarrollamos y hacemos la Iglesia.
Asimismo, este tiempo de “ayuno eucarístico” impuesto ha posibilitado, en no pocas personas volver a sentir ese “asombro” eucarístico del que Juan Pablo II habla en Ecclesia de Eucharistia y han reanudado con ánimos renovados la asistencia a misa incluso con más frecuencia que la marcada por el precepto dominical.
Volvemos con alegría a la Eucaristía
Tras la fase más complicada de la pandemia de la Covid-19 y el levantamiento de las restricciones más severas, no son pocas las personas que no han vuelto a la celebración de la misa presencialmente.
Muchas de ellas, es cierto, son de edad avanzada, en muchos casos, dependientes de una segunda persona que las llevara al templo… otras, quizás, han dejado de asistir presencialmente a la Santa Misa por comodidad o por una equivocada concepción de que “vale lo mismo” escuchar o ver la misa de manera virtual que estar verdaderamente presente.
Mons. Robert Barron, obispo auxiliar de Los Ángeles, describió con maestría esta actitud: “Muchos católicos, durante este periodo de COVID, se han acostumbrado a la facilidad de asistir a la misa prácticamente desde la comodidad de sus casas y sin los inconvenientes de los aparcamientos concurridos, los niños llorando y los bancos abarrotados. Pero una característica clave de la misa es precisamente nuestro acercamiento como comunidad”. Junto a esto, como destacaba el entonces prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos, el cardenal Robert Sarah, en la carta que remitió a los Presidentes de las Conferencias Episcopales de todo el mundo bajo el título Volvemos con alegría a la Eucaristía, “ninguna transmisión es equiparable a la participación personal o puede sustituirla. Más aun, estas transmisiones, por sí solas, corren el riesgo de alejar de un encuentro personal e íntimo con el Dios encarnado que se ha entregado a nosotros no de modo virtual, sino realmente”.
Volver a misa, día tras día, domingo tras domingo, o quizás después de meses o años sin participar en el sacrificio eucarístico, significa, en palabras del Papa Francisco, “entrar en la victoria del Resucitado, ser iluminados por su luz, calentados por su calor”.
Vuelve a casa, vuelve a misa
“Para celebrar la Eucaristía, por tanto, es preciso reconocer, antes que nada, nuestra sed de Dios: sentirnos necesitados de Él, desear su presencia y su amor, ser conscientes de que no podemos salir adelante solos, sino que necesitamos un Alimento y una Bebida de vida eterna que nos sostengan en el camino. El drama de hoy podemos decir es que a menudo la sed ha desaparecido. Se han extinguido las preguntas sobre Dios, se ha desvanecido el deseo de Él, son cada vez más escasos los buscadores de Dios. Es la sed de Dios la que nos lleva al altar. Si nos falta la sed, nuestras celebraciones se vuelven áridas. Entonces, incluso como Iglesia no puede ser suficiente el grupito de asiduos que se reúnen para celebrar la Eucaristía; debemos ir a la ciudad, encontrar a la gente, aprender a reconocer y a despertar la sed de Dios y el deseo del Evangelio”. Estas palabras del Papa Francisco resumen la necesidad de anunciar por todo el mundo la riqueza y necesidad de la Eucaristía en la vida de todo cristiano, especialmente tras la ausencia de culto público vivida en algunos de los meses de pandemia.
Empezando por el Papa Francisco, obispos, sacerdotes y animadores de las distintas comunidades han animado, y continúan haciéndolo, a los fieles a “retornar” de manera presencial a la recepción de los sacramentos, la formación comunitaria y la vida parroquial.
Al recorrer las reacciones de los fieles en diversas partes del mundo, se constata que aquellas parroquias que han estado en relación con su gente durante el tiempo de encierro mantienen o incluso, reciben, la asistencia de los fieles a los sacramentos. A través de la retransmisión de las celebraciones, de encuentros virtuales de formación, visitas en la medida de lo posible, a veces desde la calle, a sus vecinos y fieles o videollamadas… han ido creando un profundo vínculo de comunidad y han mostrado esta comunidad a vecinos que antes no tenían consciencia de su existencia.
Evidentemente, la “vuelta a casa” está siendo también un reto para sacerdotes y parroquias. Naciones como los tres países anglófonos de África Oriental: Kenia, Uganda y Tanzania, han vivido situaciones muy diferentes, que van desde la continuidad del culto en Tanzania aún en los momentos álgidos de la pandemia, o el cierre total de los templos que han vivido en Uganda y que, a pesar de su reapertura el otoño pasado, vuelven a estar cerradas por el aumento de casos. En el caso de Kenia, tras un periodo de cierre, los templos volvieron a abrir sus puertas y lentamente los fieles han reanudado la vida sacramental de modo casi normalizado.
En este sentido, sacerdotes de Perú, Guatemala, Ecuador o México coinciden en que, si bien aún existe miedo al contagio de coronavirus muchas personas se han mostrado felices con la reapertura de los templos y se han renovado, e incluso aumentado devociones eucarísticas como la Adoración al Santísimo.
“Vuelve a casa, te hemos echado de menos”, con esta sugestiva invitación, la archidiócesis de Nueva York, con su arzobispo al frente anima, desde inicios del verano pasado, a la vuelta a los templos, especialmente, a la Santa Misa. Bajo el hashtag #BackToMassNY se ofrecen testimonios y razones para volver a la práctica sacramental, guías de confesión, recomendaciones sanitarias y programas formativos.
Como señalaba el párroco de Saint Jean Baptiste de Grenelle en París, la Iglesia ya vivió un primer desconfinamiento en Pentecostés, cuando, tras la venida del Espíritu Santo los discípulos, recluidos hasta entonces en sus casa por el miedo, comenzaron a proclamar a Dios.
Hoy y siempre todos estamos llamados a vivir de esta gracia de la venida del Espíritu Santo en nuestras vidas y hacerlo desde nuestras comunidades, unidas por la caridad y la fraternidad que nacen de la Eucaristía.